Aunque al relato más épico le gusta situar el origen de la minería asturiana casi a mediados del siglo XVIII cuando un incendio fortuito en un monte de Carbayín habría descubierto un yacimiento de piedra de carbón, lo cierto es que la mayor parte de los autores –Félix de Aramburu, Julián García Muñiz, Evaristo Casariego o Fernández Penedo- datan las primeras y tímidas explotaciones de carbón ya a finales del siglo XVI. La primera licencia de la historia de la minería de carbón en España fue otorgada por el rey Felipe II el 11 de septiembre de 1593. Se trata de una carta en la que el rey Felipe II autoriza a fray Agustín Montero para comenzar a extraer el carbón en Arnao (Castrillón) hace 424 años. Desde entonces, casi gota a gota, unas veces, esporádicamente, otras, de forma más continua, los aldeanos asturianos fueron solicitando permisos para abrir pequeñas explotaciones de carbón que, muchas veces, simplemente alimentaban una fragua. Hay que pensar que Asturias era una región aislada, con una costa muy dura, rodeada de montañas en la que hasta el tránsito interior resultaba dificultoso.
Pese a que la existencia del carbón y sus posibilidades de aprovechamiento eran conocidas desde el siglo XVI, su extracción y uso como combustible no fue entendido como una actividad industrial hasta muy avanzada la segunda mitad del siglo XVIII. Y lo hizo sólo después de que los ilustrados asturianos de la época, con Gaspar Melchor de Jovellanos como figura destacada, fomentaran la extracción de hulla con el fin de estimular la economía del país.
En 1787 Antonio Carreño y Cañedo, alférez mayor de Oviedo, redacta el que se considera como primer informe específico sobre las posibilidades de la hulla de la región. Refiere que su abuelo, Francisco Carreño y Peón, mientras cazaba por los bosques de Carbayín, fue quien primero se percató de la presencia de carbón al observar un incendio en los montes que no se extinguiría hasta la llegada de las nieves, cinco meses más tarde. Corría entonces la década de los treinta de aquel siglo.
Poco después del escrito de Antonio Carreño, fue el ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos quien en 1789 elabora el documento de mayor relevancia sobre el tema para el Ministerio de Marina. De inmediato, su “Informe sobre el beneficio del carbón piedra y utilidad de su comercio” se convierte en el documento más importante de la minería asturiana y se alumbran ideas como la libertad para la explotación de las minas, la mejora de los transportes, la construcción de una carretera “carbonera” entre Langreo y Gijón o la creación de un Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía. Los inicios fueron duros y pese a los tanteos de empresas como la Compañía de San Luis, que contaba con mineros ingleses más avezados en las tareas, la explotación apenas progresaba.
Además, la idea de la carretera “carbonera” se vio relegada ante la propuesta del ingeniero de la Armada, Fernando Casado de Torres, que planteó transportar el carbón de las Reales Minas de Langreo en chalanas por el río Nalón. El objetivo era llevar el mineral a los hornos levantados en Trubia en 1794 para la fabricación de armas. Sin embargo, las riadas demostraron que el proyecto de Casado de Torres era inviable, lo que, sumado a los problemas técnicos de los Altos Hornos de Trubia, conllevó el cierre de la Reales Minas, primera empresa pública del sector hullero aunque bajo el mando técnico de ingenieros belgas.
La producción no se retomaría hasta los años 20 del siglo XIX. El desarrollo llega impulsado por la Real Orden de 1829, que trata de promover la explotación de carbón de hulla. Aparecen figuras técnicas de relieve. Por estos años Guillermo Schulz inicia sus primeros estudios científicos en Asturias publicando dos importantes obras: el «Atlas geológico y topográfico de Asturias» y «Descripción geológica de la provincia de Oviedo». También se despierta el interés de los inversores extranjeros que empiezan a participar, vía capital, en la aventura industrial asturiana.
Así, tras conseguir la exención del pago de impuestos por veinticinco años y la concesión de terrenos próximos a la costa para la extracción de hulla en Arnao (Castrillón), un grupo de financieros belgas -la familia Lesoinne- y los catalanes Joaquín Ferrer y Felipe Riera fundan en 1833 la Real Compañía Asturiana de Minas. Aunque aterrizan con la idea de poner en marcha un centro siderúrgico para aprovechar el cercano carbón -mineral que se utilizaba en una amplia proporción en la función de hierro- la sociedad se reconducirá más adelante hacia la metalurgia del zinc, actividad presente aún hoy en Arnao a través de Asturiana de Zinc.
Mientras tanto, unas decenas de kilómetros hacia el interior, las minas no costeras siguen sufriendo más incisivamente el problema de los malos transportes. Los inversores reclaman soluciones. Será el sevillano Alejandro María Aguado, que había hecho gran fortuna en Francia y ostentaba el título de Marqués de las Marismas del Guadalquivir por gracia de Fernando VII, quien impulse la carretera “carbonera” para llevar a puerto el mineral de sus minas, de la Sociedad de Minas de Siero y Langreo, que en 1838 había logrado medio centenar de concesiones mineras. La obra de la carretera concluyó en 1842. Aguado quería hacer de Asturias una segunda Bélgica, no ocultando su deseo de imitar al país continental que antes se había sumado a la Revolución Industrial. Sin embargo, su repentina muerte tras inaugurar la ruta se llevó también por delante todos sus planes inversores.
En 1844, el Gobierno manda reconstruir la Fábrica de Armas de Trubia y pone a su cargo a Francisco Antonio de Elorza y Aguirre, su primer director, que recomienda la utilización del carbón de Riosa, Morcín y Langreo. A su vez, en Londres, varios inversores ingleses diseñan iniciativas industriales para Asturias. Se crea la Asturian Coal and Iron Company que adquiere minas en Mieres, Olloniego y Tudela; y que, tras transformarse en la Asturian Mining Company, da entrada a capital francés y español, y enciende su primer horno alto en 1848. A estas sociedades las sucederá años más tarde la Compañía Minera y Metalúrgica de Asturias, constituida en París con Grimaldi como principal inversor.
Antes, en 1845, en la cuenca del Nalón, las concesiones mineras de Alejandro Aguado en Siero y Langreo, y los derechos de la carretera “carbonera” pasan, en subasta celebrada en París, a Fernando Muñoz, duque de Riansares. Pugnan entonces dos ideas en torno al ferrocarril: enlazar Madrid-Gijón o conectar Langreo y Gijón. Los intereses económicos y las influencias políticas del esposo de María Cristina de Borbón-Dos Sicilias adelantaron la infraestructura del Nalón. En agosto de 1852 se inaugura el ferrocarril de Langreo a Gijón. La obra, cuya concesión recae en Vicente Bertrán de Lis, fue diseñada por el ingeniero de Caminos, José Elduayen, y contaba con el aval de grandes hombres de negocios como José de Salamanca. Su apertura multiplica por tres la capacidad de transporte de la carretera “carbonera”. Obviamente, las posibilidades para el desarrollo minero también se multiplican.
El francés Numa Guilhou adquiere la instalación fabril de Mieres a los Grimaldi en 1857 y, a comienzos de la siguiente década, compra más minas en Langreo. Crea la Sociedad Hullera y Metalúrgica de Asturias, que luego pasará a ser Fábrica Mieres. La culminación de la línea de ferrocarril a Madrid en 1884 –una década antes se había enlazado Lena y Gijón- será determinante para insuflar aire a esta aventura empresarial.
Si lo de contar con un consumidor de carbón cercano se resolvió sin embargo antes en la comarca del Caudal, este mismo alivio para los productores mineros llegaría en el Nalón de la mano del emprendedor de Brieva de Cameros, Pedro Duro y Benito que, en 1858, constituyó Duro y Compañía, la futura Duro Felguera, para abaratar costes y quemar el carbón casi al lado de la mina. En 1860, empezaba a funcionar el horno en La Felguera y la empresa ya contaba entre sus socios con el Marqués de Camposagrado, el Marqués de Pidal, Vicente Bayo y Alejandro Mon.
Pese a que en la última parte del siglo XIX, las locomotoras bullían en las cuencas mineras del centro de Asturias; las inclemencias orográficas que provocaban aislamiento y dificultaban los transportes beneficiaban al carbón inglés, el mayor problema de la hulla asturiana hasta mediados del siglo XX. La geología no ayudaba. Las difíciles características de los yacimientos asturianos con capas de escasa potencia, verticales, abundante gas y la pobre calidad del material extraído constituían otros hándicaps.